Escribe: @agrevolle
La música, como toda expresión artística,
encuentra su sentido en la comunicación. Un conjunto organizado de sonidos
comienza a ser música cuando se convierte en un fenómeno colectivamente
interpretable. Esto significa que, por ejemplo, si una persona crea una melodía
en su mente, esta no podrá ser denominada como música mientras siga sonando,
únicamente, en la cabeza de aquella persona. Debe ser, pues, comunicada, o, en
este caso, interpretada, ya sea con un instrumento musical o con la propia voz
del creador. Solo de ese modo, e implicando que las personas que la escuchen
estén en la posibilidad de darle un sentido, esa melodía podrá convertirse en
una pieza musical, por más básica o poco lograda que fuere.
Esta definición, por supuesto, no es la única
que existe para explicar el significado de la música. Tampoco pretende ser la
más infalible de su clase. Vale decir, en primer lugar, que está inspirada en
lo que escribiera el musicólogo francés Roland de Candé en sus diccionarios y
enciclopedias sobre música contemporánea durante la segunda mitad del siglo XX.
También vale decir que es una de las definiciones más inclusivas que pueden
encontrarse, debido, especialmente, a su evidente intento por alejarse de
restricciones guiadas por la subjetividad (para Rousseau, por ejemplo, la
música era “el arte de reunir los sonidos de un modo agradable al oído”, como para preguntarse qué consideraba él
agradable y qué no). Entonces, si la música es música a partir de su
comunicación, ¿cómo se comunica la música en estos días y por qué es importante
el papel de internet tanto en la producción como en el consumo de la misma?
Hoy en día,
millones de personas tienen la oportunidad de escuchar la música que quieran en
el momento que quieran y donde sea que estén. Y por si eso fuera poco, también
pueden ver, a su antojo, conciertos de sus artistas favoritos y bandas
predilectas, conciertos de hace un año o de hace cincuenta, a colores o en
blanco y negro, en pantallas de siete o cuarenta pulgadas. Asimismo, es posible
que esta cantidad siempre inexacta de seres humanos (se calcula unos 3 mil
millones de usuarios de internet en el mundo, según el sitio Internet World Stats) esté en las
condiciones de producir su propia música mediante softwares específicos, unos
más especializados y profesionales que otros, y de compartirla con la misma
facilidad que implica consumirla. De hecho, prácticamente la totalidad de la
música que se elabora en nuestros días pasa por el ordenador e introduce
elementos de informática musical incluso en los géneros más “puristas”. Con
todo, los cambios generados por las nuevas tecnologías están causando que
actualmente se esté produciendo, distribuyendo, consumiendo y comentando más música
que nunca.
El rol de las nuevas tecnologías
A finales del siglo pasado, la empresa
germana Fraunhofer Gesselschaft creó el formato de compresión Motion Picture Experts Group Layer 3,
conocido mundialmente como MP3. El gran aporte de este nuevo formato consistía en reducir entre 10 y 20 veces las necesidades de almacenamiento de un archivo
musical sin que hubiera una pérdida crítica en la calidad de reproducción del
archivo. Con ello, el aumento progresivo de ancho de banda ha generado, a
partir de este siglo, un inevitable reemplazo de la distribución física de la
música (CDs, Vinilos) por una distribución digital. Esto es lo que ha venido sucediendo en los últimos años, y si bien se
siguen produciendo, vendiendo y comprando discos y vinilos, no cabe duda de que
la tendencia apunta a la consolidación de una ya nacida generación de
consumidores que preferirán escuchar un álbum completo en Youtube antes que comprarlo en la discotienda más cercana, algo
que, por cierto, es cada vez más difícil de encontrar. Sin embargo, hay que
recalcar que la invención del formato MP3 no ha sido el único motor de este
fenómeno.
La práctica digitalizadora de la música se
vio incentivada, además, por la fabricación de reproductores portátiles (iPods,
MP3, MP4, etc.). Así, no solo la distribución cambia, sino también el modo en
que se escucha, pues el espacio musical ya no tiene por qué ser fijo, la música
se vuelve móvil y la figura del oyente
solitario (que antes se abandonaba a escuchar una variedad de discos de
vinilo en su habitación o en la sala de su casa) sale a la calle para
abstraerse entre la multitud, produciéndose la paradoja de una audición privada
en el espacio público. El sentido común de las nuevas
generaciones responde con claridad ante la pregunta: ¿por qué gastar dinero y
espacio en la habitación comprando muchos discos cuando, tranquilamente, puedo
descargarlos gratis y almacenarlos todos en mi celular?
Pero estos no son todos los cambios. Las
nuevas tecnologías también han permitido a los jóvenes alejarse de un medio
tradicional y simbólico de las dinámicas de consumo musical: la radio. ¿Es que
acaso los MP4, iPods, smartphones y demás
no cuentan con un sintonizador de radio? En su mayoría, sí cuentan con uno. Es
más, la radio es una de las pocas funciones que se han mantenido en los
celulares desde la década pasada hasta hoy. Sin embargo, sabemos lo crucial que
resulta la interacción en el desarrollo de las nuevas tecnologías, y es ahí
cuando la radio se convierte en algo totalmente prescindible. La proliferación
y elaboración de listas personalizadas de reproducción -playlists y bibliotecas- donde el contenido protagonista es la música
seleccionada y descargada previamente para su escucha en las tres as (anytime, anywhere, anyway) demuestra un
triunfo de la ‘actitud 2.0’ y su valor en alza: el deseo por compartir. Así, el usuario pasa a
ser su propio DJ, y el valor de las estaciones de radio como programadores y
organizadores de títulos musicales se pierde totalmente.
Dando un salto hacia los últimos cinco años,
nos encontramos con otro factor clave en la relación de la música con internet.
Recientemente se han puesto muy de moda los llamados servicios de streaming, que en español podría
traducirse como trasmisión online de un contenido en específico. Con esto, ya
ni siquiera hay necesidad de descargar la música. Basta con acceder a ella
directamente desde internet a través de uno de estos servicios, entre los que
destacan nombres como Spotify, Tidal, Apple Music y el propio Youtube.
Prácticamente no hay estilo de música, por más extraño que sea, que no se
encuentre en una de estas redes, lo cual nos permite acceder en cualquier
momento y en cualquier lugar a toda la historia de la música grabada y
descubrir en ella una inmensidad de estilos, géneros, subgéneros, lados B,
remixes, mashups, etc. De ese modo, internet se posiciona
como la gran biblioteca mundial de la música, con títulos y producciones
venidas desde finales del siglo XIX (cuando aparecen tecnologías capaces de
grabar la música) hasta nuestros días, y, quizá más importante aún, que
trascienden su origen geográfico.
En cuanto a la música respecta, internet ha
servido para borrar por completo las fronteras entre países y continentes. Da
igual que una canción haya sido hecha en un país vecino o en Australia: será
igual de fácil reproducirla en internet, solo basta un par de clics y trabajo
hecho. Néstor García Canclini decía de los internautas: “si uno está en
desacuerdo con los críticos de cine del diario que compra, si vive en una
nación donde las versiones oficiales que dan cuando caen torres o explotan
trenes le parecen poco fiables, gracias a internet es fácil saber cómo ven cada
asunto en los diarios, la radio y la televisión de otros lugares”.
Sucede lo mismo con los interesados y las interesadas en la música. ¿Por qué
sería un problema que la música que se produce en tu país no te guste cuando
tienes acceso a gran parte de la música del mundo? Internet ofrece ese poder, y
cada día que pasa es más imperdonable no aprovecharlo.
De otro lado, ha sido interesante también el
modo en que las nuevas tecnologías han influido en un cambio de paradigma en el
proceso de comercialización musical. A la ecuación clásica entre artista, sello
discográfico y público consumidor se han sumado gigantes como iTunes o Amazon.
Así, la cadena de agentes que intervienen en el mercado digital de la música se
alarga, dado que algunos sectores ahora entran a formar parte de su cadena de
valor, como las empresas de hardware y software que suministran las plataformas
de distribución y comercialización de música, los sistemas de cobro y de
gestión de derechos, los operadores de redes digitales (proveedores de acceso a
internet), entre otros. Ante esto, las disyuntivas sobre cómo
aprovechar estos cambios surgen no solo del lado del consumidor común, sino
también del lado de los productores, es decir, los artistas. Para muestra
tenemos el emblemático caso de la banda británica Radiohead, que en 2007 decidió
vender su sétimo álbum de estudio, In
Rainbows, a cambio de un sorprendente pague
lo que desee. In Rainbows podía
descargarse desde la web oficial de la banda y no importaba si se pagaba cien
dólares o si no se pagaba nada. Y pese a que no era la primera vez que se hacía
algo así, la noticia causó impacto por tratarse de una banda mundialmente
reconocida.
Con un
escenario de esa naturaleza, ¿cómo hace entonces un artista musical para
alcanzar el éxito en internet? En lugar de facilitarla, la enormidad de
opciones y posibles caminos a seguir hace de esta una tarea complicada.
Asimismo, pese a que hay espacio para todos los géneros imaginables, hay que
considerar también que no todos alcanzan la misma cantidad de público, siendo
el pop, por lo general, poseedor de las ambiciones más grandes en cuanto a
públicos masivos. Si algo queda claro, definitivamente, es que no hay fórmula a
seguir. Muchos aspectos intervienen: talento, técnica, imagen, creatividad,
ingenio. Lo que no debe faltar, por nada del mundo, es una constante
interacción entre el artista y su público, siguiendo la ya mencionada ‘actitud
2.0’.
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