Iannis Xenakis llegó
a mi vida durante una de tantas travesías nocturnas navegando por internet en
busca de música nueva. Antes de saber cualquier cosa sobre él (nacionalidad,
año de nacimiento, estilo musical, etc.), decidí escuchar del tirón su obra más
famosa: Metástasis. No me gustó. Sentí que solo era testigo de una suerte de
soundtrack de película de terror, lleno de estruendosos instrumentos de cuerda
intentando maquillar, a través del glissandi, el sinsentido sonoro que estaba
escuchando. Entonces decidí dejarlo y seguir buscando nombres de compositores
que hasta entonces no conocía. Como siempre, google me bombardeaba de
información: Messiaen, Ligeti, Boulez y mucho más para desafiar el oído. Y sin
embargo, Xenakis tenía algo que los otros no; había algo en sus fotografías, o
quizá en su nombre, no estoy seguro, que no dejaba de llamar mi atención.
Felizmente, a
veces la intuición no se equivoca, y este fue el caso. Con el pasar de los
días, me enteré de que había encontrado a un artista monumental, que fue capaz,
a mediados del siglo pasado, de desafiar a los supuestos vanguardistas de la
época como nadie lo había hecho. El desafío de Xenakis consistió en crear un
nuevo sistema de composición musical a partir de sus conocimientos matemáticos,
algo que él denominó música estocástica. Ingeniero de profesión, arquitecto y
amigo de Le Corbusier, Xenakis intuyó que, si bien no había nada de novedoso en
vincular a la música con las matemáticas, quizá podría crear un universo de
posibilidades si aplicaba principios de probabilidad matemática al proceso de
composición. Lo que no intuyó, seguramente, es que estaba a punto de
desarrollar una de las aventuras artísticas más fascinantes del siglo XX.
No vamos a hacer
aquí una biografía de Xenakis, pues ya hay suficiente (no demasiada, por
cierto) información en internet sobre su vida. Mi intención pasa por dar a
conocer a quien considero uno de los compositores neoclásicos menos valorados
de los últimos cien años, y no encuentro mejor manera de lograrlo que hablando
de su música. Quizá su primera obra en deslumbrarme fue Synaphaï, luego de mi
decepción con Metástasis. Synaphaï es un trabajo que representa bastante bien
lo que fue, en muchos casos, el resultado de la técnica compositiva de Xenakis:
atonalidad sin buscar algún tipo de dodecafonismo, diversidad de instrumentos,
una alternancia densa entre variedades tímbricas y, quizá lo más importante,
una constante impredictibilidad que puede llegar a incomodar al oyente. Así
solía sonar la música de orquesta compuesta por Iannis Xenakis, e incluso en
obras con menos músicos, como el caso de ST/10 por ejemplo, el producto siguió
siendo similar.
Pero más allá de
tecnicismos, ¿qué nos hace sentir Xenakis? En general, varias de sus obras
podrían servir perfectamente para una lúgubre musicalización del apocalipsis.
Un movimiento paradójico: música caótica nacida de la exactitud del cálculo
matemático. Sin embargo, a eso que llamamos caos no es otra cosa que la
ambición del artista por abarcar espacios sonoros cada vez más amplios, a
través de un proceso creativo que, siguiendo sus propias palabras, convertía al
compositor en una suerte de “piloto de un buque cósmico”. La obra de Xenakis es
siempre entretenida, interesante, reveladora: al ser única en su estilo de
composición, nunca deja de llamar la atención del oyente, ofreciendo un nuevo
modelo de relación entre la comprensión humana y la música. Y si bien esta
música, la estocástica, encuentra su sentido en el desarrollo de una idea antes
que en la consecución un resultado, esto no quiere decir que nos encontremos
frente a un estilo puramente intelectual, que solo busca desafiar mentes
empapadas de música tonal y es, por tanto, incapaz de emocionarnos.
Una buena manera
de aterrizar el aspecto emocional-dinámico en la obra de Xenakis quizá pase por
hablar de sus composiciones para instrumentos solos. Veamos dos ejemplos: Herma
y Kottos. Por un lado, Herma es una composición para piano concebida en 1960 que,
si por algo llama la atención, definitivamente será debido a los constantes
silencios y la organización de la obra en clases tonales. Se trata de una obra
compleja que evoca la más profunda intriga en el oyente, como si se asistiese a
la narración de una historia cuyo desenlace se presenta como algo inimaginable.
De otro lado, Kottos es una pieza de aproximadamente nueve minutos para cello
solo, que sin embargo necesitó ser escrita sobre dos pentagramas dada la
densidad de detalles técnicos que requiere su interpretación. La creación de esta
obra data de 1997, es decir, cuatro años antes de la muerte de Xenakis. Kottos
representa el lado más expresivo y violento de su música, en donde el cello es
utilizado como un instrumento tribal que regala un persistente glissandi y
extraños ataques con el arco, alejándose así del uso excesivamente estético que
se había solido dar a este instrumento en la música tradicional.
No es posible,
sin embargo, hablar de Iannis Xenakis sin hacer alusión a sus aventuras con la
música electrónica, algo muy explotado por los neoclásicos de su época como
Varèse o Stockhausen. En trabajos como Orient-Occident o Bohor I, Xenakis plasma
toda su capacidad para la exploración de nuevas posibilidades sonoras, mediante
herramientas obtenidas en el Groupe de
recherches musicales de Pierre Schaeffer. La música electroacústica o
íntegramente electrónica creada por Xenakis es tanto o más deslumbrante que su
música para orquesta, aunque de un modo distinto, más abstracto, más profundo,
más difícil de desvelar. Aspectos tan detallistas como el espectro sonoro y el
tipo de cálculo probabilístico a utilizar en la composición marcaron el destino
de estos trabajos, que con el tiempo quedaron como grandes referentes y
pioneros de su clase.

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